miércoles, 29 de abril de 2009

EL DUENDE DE LORCA

Los duendes son criaturas mitológicas que comulgan con la naturaleza rural: vigilantes de bosques, guardianes de animales y plantas. Integran la raza conocida como “feérica” al igual que los trolls, las hadas y los elfos, que fueron popularizados a través de los mitos celtas y nórdicos.
El escritor andaluz Federico García Lorca desarrolló una teoría estética donde despliega sus ideas acerca del proceso de creación artística en relación al “misterio de los duendes”. En “El teatro y la teoría del Duende", conferencia dictada primero en Buenos Aires y luego en La Habana, en el año 1933, Lorca explica que el gran arte depende de un conocimiento cercano de la muerte, de la conexión con los orígenes de una nación y de un reconocimiento de las limitaciones del raciocinio.
El “duende”, para los andaluces, alude a la interpretación subliminal de la tauromaquia (el arte de los toros) así como de cualquier otro fenómeno como el baile o el cante. Estas manifestaciones transportan al artista a una experiencia “de la muerte”, ya que evadirse del tiempo implica tocar el fin de la existencia. El arte que nace de la mera reproducción de formas es opuesto al “arte del duende”.
Según Lorca, la obra de arte inspirada por el duende nos comunica la esencia del mundo, como sucede con la música de los cantaores flamencos. En su conferencia “juego y teoría del duende”, Federico García Lorca los califica de la siguiente manera:
“…En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: «Los días que yo canto con duende no hay quien pueda conmigo»; la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: «¡Ole! ¡Eso tiene duende!», y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Y no hay verdad más grande.
Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el barro que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: «Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica».


Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: «El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies». Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.
Este «poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica» es, en suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.


Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía. No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en que tomó el veneno, y del otro melancólico demonio de Descartes, pequeño como almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír cantar a los marineros borrachos.










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